TRIUNFO DE LA NOCHE
El montón de ruinas anaranjadas
que la noche enfanga con el fresco
color del tártaro, bastiones
de leve piedra pómez, arbóreos,
alza en el cielo: y más huecas
debajo, al ardor de la luna
las Termas de Caracalla se abren al inerte
ocre de los prados sin hierba, de las zarzas
pisoteadas: todo se esfuma y desvanece
entre galerías de un polvo caravaggesco
y abanicos de magnesio
que la aureola de la luna campestre
esculpe en iridiscentes nubes de humo.
Desde ese enorme cielo, sombras graves,
descienden los clientes, soldados pulleses
o lombardos, o jovenzuelos del Trastevere,
solitarios, en pandillas, y en la explanada baja
se paran donde las mujeres, secas y ligeras
como andrajos agitados por el aire nocturno,
enrojecen, gritando… la una niña
sórdida, la otra vieja inocente, la otra
madre: y en el corazón de la ciudad que cercana
apremia con chirridos de tranvía y marañas
de luces, azuzan, en su propia Caína,
los pantalones duros de polvo que se lanzan,
caprichosos, a un galope altanero
sobre los desperdicios y el lívido rocío.
Una ruina solitaria, sueño de un arco,
de una bóveda románica o romana,
en un prado donde espuma un sol
cuyo calor es calmo como un mar:
allí rebajada, la ruina carece de amor. Uso
y liturgia, ahora del todo extintos,
siguen vivos en su estilo —y en el sol—
para quien comprenda su presencia y poesía.
Caminas un poco, y llegas a la Appia
o a la Tuscolana: todo allí es vida,
para todos. Es más, es mejor cómplice
de aquella vida quien no sabe de estilo
o de historia. En la sórdida paz
se intercambian sus significados
indiferencia y violencia. Miles,
miles y miles de personas, fantoches
de una modernidad de fuego, bajo el sol
cuyo significado también se desplaza,
se entrecruzan pululando oscuras
sobre las aceras deslumbrantes, contra
los edificios del Ina-Casa que se hunden en el cielo.
Yo soy una fuerza del Pasado.
Sólo en la tradición reside mi amor.
Vengo de las ruinas, de las iglesias,
de los retablos, de las aldeas
perdidas en los Apeninos o los Prealpes
donde vivieron los hermanos.
Doy vueltas por la Tuscolana como un loco,
por la Appia como un perro sin dueño.
O contemplo los crepúsculos, las mañanas
sobre Roma, sobre la Ciociaria, sobre el mundo,
como los primeros actos de la Posthistoria,
a los que asisto, por un privilegio de nacimiento,
desde la última orilla de alguna edad
sepulta. Monstruoso es aquel que ha nacido
de las entrañas de una mujer muerta.
Y yo, feto adulto, recorro las calles
más moderno que cualquier moderno
en busca de hermanos que no existen ya.
menos